Después de 60 años, el director Carlos Aladro desempolva una de las obras de Shakespeare más ambiguas, “Medida por Medida”.
CeroPretensiones habla con uno de los miembros de la compañía, Jesús Barranco. Madrileño y con más de 15 años en la profesión, Jesús nos cuenta cuál es su percepción del montaje y aprovecha para hablarnos de la situación actual del Teatro, en concreto, del caso de La Abadía, espacio donde nació esta nueva versión de “Medida por Medida”.
Por Carolina González (MadridTeatro en CeroPretensiones)
Pregunta: “Medida por medida”, ¿es un drama o una comedia?CeroPretensiones habla con uno de los miembros de la compañía, Jesús Barranco. Madrileño y con más de 15 años en la profesión, Jesús nos cuenta cuál es su percepción del montaje y aprovecha para hablarnos de la situación actual del Teatro, en concreto, del caso de La Abadía, espacio donde nació esta nueva versión de “Medida por Medida”.
Por Carolina González (MadridTeatro en CeroPretensiones)
Jesús Barranco
(breve biografía)
(breve biografía)
Respuesta: Para mí es más una comedia que un drama. Sin embargo, no se sabe con seguridad. Algunos críticos o teóricos hablan de la post-comedia, algo así como una comedia pasada de rosca. En “Medida por Medida”, el gracioso –Lucio- es un bufón muy cínico, muy irónico. De hecho, Carlos Aladra ha querido que el bufón fuera un macarra.
No obstante, los ingleses intentan hacer de “Medida por Medida” un drama existencial, desechan la parte cómica y profundizan en la relación entre los personajes, por ejemplo, entre Angelo e Isabel.
P: ¿Cuál es la moraleja de “Medida por Medida”?
R: Esta obra va de un tío que está hastiado del poder -el Duque-, y decide experimentar con otra forma de gobierno. Por eso, Viena, que hasta ahora vivía en libertad política y sexual, pasa a estar sometida a un hombre fundamentalista, Angelo.
Shakespeare escribió esta obra al morir Isabel I, con la llegada al poder de Jacobo I. Se dice que esta obra es una manera de decirle al rey cómo debe gobernar. Jacobo es católico, mientras que Isabel era anglicana y, de alguna manera, con “Medida por Medida” Shakespeare cuestiona a Jacobo si con su catolicismo será capaz de solucionar algo de lo que no fueron capaces los protestantes.
Carlos lo traslada mentalmente a un Madrid contemporáneo y se cuestiona si vivimos en una sociedad neoliberal, libre sexualmente, en la que la mayoría de la gente no tiene unas convicciones religiosas claras. Se plantea hasta qué punto es compatible lujuria y el discurso. El Duque aprende que la moral debe existir al servicio del ciudadano, pero no al servicio de una idea utópica o fundamentalista. Al final se da cuenta de que el equilibrio sí es posible.
P: ¿Cuán importante es Escalo en el desarrollo de la historia?
R: La verdad es que cuando leí la obra por primera vez me pregunté qué hacía este personaje en la obra. No sabía exactamente cuál era su misión. Así que, al analizar el guión, nos dimos cuenta de que si hay algún pilar en esa Viena utópica, ese es Escalo. La obra comienza con una fiesta y cuando acaba, el Duque entra en una crisis brutal. Se ha acostado con trescientas, lo tiene todo, pero no está a gusto. Entonces, aparece Escalo, que también se ha acostado con otras tantas y, sin embargo, está tan pancho, no le pasa nada. De alguna manera, Escalo es un espejo para el Duque. Un espejo que le jode, ¿cómo puede estar Escalo tan bien, cuando yo estoy así de mal? Escalo es como un padre, él sabe lo que le pasa al Duque, él sabe todo el plan.
P: Pero es un personaje muy pasivo…
R: Escalo conoce al Duque al detalle, sabe qué hace y qué piensa. Pero lo principal es la lealtad a la persona que está al poder. Esto es muy complicado, porque no sabes qué es lo que cambia en Escalo. Tiene que ver con la lealtad, al final nos damos cuenta de que puede ser tanto un arma activa como pasiva.
P: ¿Qué significa el teatro para usted, aparte de un medio de vida?
R: El teatro me da la posibilidad de dialogar artísticamente en un espacio. El actor comparte en presente su manera de hacer arte. Y yo vivo por ese momento. Por supuesto vivo por otras más cosas, por mi familia, por mis gatas... Pero más allá de eso, el actor, durante un par de horas, comparte con el público su propia realidad artística, como si el pintor compartiese cada minuto que ha tardado en hacer un cuadro. Y es impresionante poder ser recompensado cada tarde con un aplauso. Eso crea cierta adicción (risas).
El teatro es un hecho ritual, en el mundo contemporáneo es difícil tener espacios rituales, casi no existen. Ya ni en las familias. El teatro es de los pocos sitios que conservan ese sentido de ritual, de compartir un hecho colectivo en el que hay catarsis y rebullen emociones.
P: ¿Qué sucede cuando entran en conflicto el director y el actor sobre un asunto de interpretación?
R: Sucede muy a menudo, cada uno tiene su propia manera de hacer. Entonces, tengo que quitarme mucho de mí para adaptarme a él, pero también tengo que poner mucha verdad. Mi trabajo está en conseguir hacer ver al director que mi manera de estar en escena le sirve. Los personajes pueden ser más o menos camaleónicos, pero siempre hay una manera de coser.
En mi caso, todos los personajes que he tenido en La Abadía han sido unos frikis. Personajes clownescos que terminan siendo antihéroes, me llaman por eso, por mi manera de hacer. Entonces yo digo, ¿cómo puedo hacer posible que esto no sea un cliché y poder, con estos personajes, dar verdad? Escúchame y permíteme hacer. De esta manera, como intérprete, también estoy colaborando, dando mi punto de vista.
P: ¿El actor nace o se hace?
R: Yo creo que se hace. O sea, hay una predisposición y, por supuesto, hay personas que tiene más o menos posibilidades. Pero si no trabajas, por mucho éxito que tengas, no considero que seas actor. El actor tiene que entrenar, tiene que descubrir cuál es su poética. Si el actor no descubre que tiene un manejo del instrumento, una mecánica, no puede ser consciente de la actuación, aún siendo muy bueno y muy orgánico. Si no lo has descubierto, entonces, a esa persona la llamaría interesante para un papel en un determinado momento, pero no actor…
P: Actualmente, es muy común el conflicto entre creadores y programadores. A propósito del Festival Madrid en Danza, celebrado el mes pasado, la directora Ana Beatriz Alonso se quejaba de que a los creadores se les pide que hagan montajes más vanguardistas y especiales, mientras que los programadores se guardan las espaldas seleccionando adaptaciones de clásicos. ¿Cómo puede ser esto compatible?
R: Los programadores tienen mucho miedo a la nueva dramaturgia. Creo, en general, que subestiman mucho al público. Si al público no se le provoca con nuevas maneras de ver la escena, no va a ir nunca. El gran problema es que las vanguardias en las artes escénicas se están convirtiendo en un gueto. Al final resulta que los que hacen la nueva dramaturgia son raros, snobs o elitistas. Es una putada. Los programadores tendrían que trabajar mucho sobre la formación de público, y eso no se hace con espectáculos multitudinarios, sino con espectáculos especiales, íntimos o cercanos. Da igual que tengan que ser explicados, poco a poco el público se iría acostumbrando.
P: Precisamente, el cineasta Sam Mendes está ahora en Madrid con otra obra de Shakespare, “Cuento de invierno”. En su presentación, el cineasta dijo que para él el teatro debería ser como la ópera, en el sentido de las grandes coproducciones internacionales; lo dijo porque prefiere a un público variado e itinerante en lugar del típico público neoyorquino abonado al teatro, que va semanalmente al estreno de turno, ¿qué opina de eso?
R: Sí que tiene razón. En el caso del teatro La Abadía, su director, José Luis Gómez, comenta un problema serio, y es que su público está envejeciendo. En su momento, se creó como un centro de investigación y como una fundación. Todos sus componentes son intelectuales y políticos que ya rondan los 60 años. Este público pertenece a una cierta élite socialista que quería ver grandes puestas en escena y rechaza, o no entiende las propuestas más contemporáneas. Por otro lado, el público joven tampoco va, porque considera que es un poco casposo. Así que los viejos no vienen y los jóvenes tampoco. En la Abadía hace falta que el mismo público que asiste a una propuesta de Shakespeare, nos vea haciendo también propuestas más contemporáneas.
Igual que en los espacios alternativos deberían ir actores que se relacionen con espacios multitudinarios. Así, el público diría, por ejemplo: “yo toda la vida he ido a ver a Ana Belén porque la he considerado un símbolo oficial y consideraba que me iba a dar algo a la altura de mis circunstancias. Y ahora me dicen que está en una sala pequeña para veinte personas. Voy a probar”. La experiencia va a ser totalmente distinta, Ana Belén estará cerca del público, ya no va a ser un personaje alejado, sino que mirará directamente a los ojos y hará un texto que no es ortodoxo. Que el público viva esa doble experiencia es muy interesante.
P: También, es profesor de teatro en la universidad, ¿cómo de permeables ve a los jóvenes que aprenden esta disciplina?
R: Curiosamente, creo que los chicos que practican y disfrutan del teatro como hobby, al mismo tiempo que estudian en la universidad, son más permeables que los actores que se forman en escuelas de teatro y se dedican única y exclusivamente a eso. Cuando vienen al teatro son curiosos, no vienen responsables de intentar aprender un oficio. Como pedagogo, esa inocencia me aporta mucho. Lo que pasa es que esa permeabilidad tienen una contraindicación y es que no te da la seguridad de que van a continuar con esa investigación. La mayoría no son constantes y faltan a clase. Por su parte, a los actores que están estudiando, yo les recomendaría que trabajasen o estudiasen otras cosas a la vez, eso les hace más permeables. Les permite descubrir nuevas vocaciones, de repente se pueden dar cuenta de que quieren ser mimos, bailarines o escritores.
P: ¿Qué personaje le gustaría interpretar alguna vez en la vida?
R: El Próspero de Shakespeare es un personaje que me alucina. Me lleva rondando por la cabeza desde que vi la película de Greenaway llamada “Propero’s Books”. Es una locura de película. El que hace de Próspero es John Gielgud, que está a punto de morir. Todos son imágenes, casi como un videoclip y el está con una voz en off continua, diciendo el texto de la “Tempestad”. Es un personaje muy mesiánico, muy egoísta… de él parece que surgiese el bien y el mal. Ese personaje me interesa mucho…
Al margen de eso, para mí es un sueño poder hacer personajes que se crean de la nada. Y, afortunadamente, casi siempre pasa. En muchos momentos de mi trayectoria, he tenido la oportunidad de crear personajes en una reunión de amigos, de crearle un nombre y una biografía y venga, a ver qué se te ocurre.
P: ¿Cree que es cierto que la vida es puro teatro, un cliché?
R: Yo creo que sí, que la vida es puro teatro. ¿Hasta qué punto lo que estamos haciendo ahora es más ficticio que lo que hacía el otro día con Escalo? Cada día tengo más dudas sobre dónde acaba lo real y dónde empieza lo ficticio (silencio) Parece que estuvieses hablando con un loco (risas). Me gustaría traer a colación una de las reflexiones de Carlos Castaneda. Es un antropólogo peruano que, durante una de sus investigaciones en México, se hizo aprendiz de un indio yaqui al que llamaba Don Juan. El brujo le introdujo en el consumo del peyote como psicotrópico y comenzó a tener constantes estados alterados de conciencia. Castaneda llegó a la conclusión de que cuando uno se da cuenta de que la realidad es un desatino controlado, uno es muy feliz. Y yo creo que está en lo cierto; la realidad es una ficción perfectamente controlada en la que uno puede decidir jugar o no. Otra cosa es la verdad, algo a lo que nos apegamos para vivir… (silencio) No sé, a la vida no le quito importancia, pero sí la frivolizo en algunos momentos.